domingo, 31 de enero de 2010

El guerrero y las brasas (y II)


Pasan los días y el guerrero, inmerso en sus quehaceres, camina sin darse cuenta junto a las ascuas de aquella candela que tanto le marcó. Se detiene y una inevitable curiosidad le insta a contemplarlas.

Las brasas están apagadas, pero –aunque parezca increíble- la incandescencia en que siguen a ojos del guerrero hace que salgan pequeñas llamas. El fuego comienza a revivir. ¿Por qué? No lo sabe el valeroso personaje, pero sí siente que de pronto, al mínimo calor de las diminutas llamas que empiezan a brotar, vuelven los fríos en el pecho de otros tiempos. Parece que, por obra de algún maligno espíritu, renace una dependencia a un ardor que se creía olvidado.

El guerrero, que de pronto se teme débil, se queda un momento petrificado. Un torbellino de pensamientos perturbadores salidos de la nada le amenazaron fieramente.

Sin embargo -y por ello confiaba en su espíritu- tuvo de forma casi mística la pequeña iluminación que le brindaba su guía interior. El guerrero metió la mano en su zurrón y sacó un mp3. Se puso su lista de Green Day. Holiday le subió la moral y le quitó las mariconadas sentimentales. Entonces cogió un cubo de agua helada y lo echó sobre las brasas.

La música pop lo llevó a otro nivel y pudo reflexionar de forma diferente, sin tener en cuenta los pensamientos aturdidores que le oprimían antes de ponerse los auriculares. Se dijo, excitado por la energía que recorría su cuerpo al ritmo del Billie Joe, que esas brasas perderían el calor. Así fue. Se alejó del humo y siguió su camino, convencido de que las ascuas nunca reavivarían. Se sabía capaz de no engañar más a su corazón.

No era cinismo. Simplemente a veces es necesario apartarse del mundo y ver las cosas desde otra óptica, pensaba el guerrero. Siguió su camino escuchando Adelante, de Niara, lo que le motivaba y lo ponía feliz.


Al paso de los días, en la lumbre de su hogar, una noche se sintió solo y apenado, y su mp3 se había quedado sin batería. Entonces tuvo el impulso de pensar en el camino de su vida y localizar, mentalmente, las candelas que habían ido marcando las etapas del viaje, porque eran lo que más resplandecía en el sendero. Pero recordó su promesa consigo mismo y con su espíritu, algo que era sagrado. Así, influido por los humos que emanaban de su guía espiritual, se permitió hacer un repaso de su vida, de su camino y de lo que fueron sus candelas, pero sabiendo que no son tales hoy, sino cenizas sin posibilidad de reavivar llamas. Contempló su vida embriagado no de nostalgia, sino de su espíritu, lo que le hacía rememorar sus pasos con la alegría de una vida experimentada y la ilusión de un porvenir venturoso.

Se supo, por fin, seguro de sí mismo. Su compromiso consigo y con su espíritu tenía validez mágica. Nuestro guerrero era –simplemente- eso: un guerrero de la vida, alegre y comprometido con su sino.

sábado, 30 de enero de 2010

El guerrero y las brasas (I)


Las brasas. Eso es lo que queda tras el fuego, tras la pasión. Te das cuenta, cuando ha dejado de arder la candela, lo increíblemente frío que es el invierno. Brasas de las que te alejas cuando sigues el camino de tu vida. Se han quedado al lado del sendero, y un día tuviste que seguir el viaje sin ese fuego. Frío y solo. Sin el calor que te abrigó.

Hay -por imperativo vital- que avanzar sendero adelante. No es aceptable –por imperativo moral- quedarse sentado y morir de frío recordando que había candela; como tampoco intentar revivir el fuego cuando este ya no quiere arder más, por más que copen las noticias los que se creen que a base de palos –de madera y sin ella- van a revivir lo que ellos mismos apagaron por ahogar las llamas.

Los primeros pasos son duros. El frío se clava en todas la partes de tu cuerpo. El pecho es especialmente vulnerable al frío, y por eso duele tanto. Los músculos están entumecidos y avanzar cuesta la misma vida.

Pero el hombre es fuerte. Camina sintiendo el frío y añorando sólo el fuego que le cubrió. Avanza aunque haya olvidado su destino. Avanza porque para ello está hecho el camino; y pensando esto descubre una ardilla que lucha bajo un árbol por abrir una bellota. La contempla y se ríe. Se da cuenta de que por unos momentos olvidó el frío y el dolor en el pecho; pero ahora vuelven de nuevo, cuando la ardilla pierde el interés.

En su recorrido le llama ahora la atención un árbol que no había visto antes, y al probar uno de sus frutos se recrea en el gusto del exquisito manjar. Comiéndolo sigue avanzando y su mente interpreta las nubes que se ven por los claros de los árboles o analiza las formas de las hojas que adornan el suelo.

En esto va el guerrero, que entra en calor con la marcha. El frío ya no es problema. Su cuerpo, por el ejercicio, no nota las punzadas gélidas que en la mañana tanto le dolieron.

Al mediodía el sol brilla. Se pregunta ahora, sin conmoverse, cómo pudo depender tanto del fuego. Pero no es iluso el guerrero, y sabe que en la noche hacía frío, y que ese frío puede volver a llegar. Porque es ley natural.

Se hace un compromiso. El guerrero se sienta frente al horizonte, y con mirada épica se dice que a partir de ahora el fuego que siempre le alumbrará será el de su interior. Habrá más candelas en el futuro –piensa-, pero ninguna tendrá tal intensidad como para quemarle con sus llamas y después dejarle helado en medio de la noche. Lo alimentarán el ardor de su espíritu y la guía de su brújula interior.

El guerrero experimentado no es infantil, aunque disfrute la vida como un niño; y esa noche aprendió a controlar las candelas. Aún hoy, por supuesto, las candelas lo abrigan y lo transportan a mundos oníricos, pero no se deja llevar por un fuego que todo lo consume y nada más que deja cenizas. Sólo se abrigará –se dice- con candelas que le enciendan su fuego interior, y no que lo apaguen.